Queridos lectores (porque hay alguien ahí ¿no?), pasa el tiempo y poco a poco nos vamos conociendo, sí. Ya hasta nos tuteamos, por lo que sin duda podemos entrar en materias más delicadas, más peliagudas. La cuestión gastronómica, por ejemplo, roza lo íntimo de la personalidad, no lo dudéis. Uno es muy pudoroso respecto de estos temas, pero en virtud de esta confianza que esperemos impere a uno y квесты в Казани otro lado de la pantalla, hoy estamos decididos a encararlos.
Por otra parte, no esperéis una enumeración insípida de platos. Eso está a vuestra disposición en miles y miles de páginas, o en la misma Wikipedia. Más bien os proponemos una experiencia subjetiva de la gastronomía serbia. Una visión parcial y limitada, por lo tanto, pero no menos real ni verdadera que cualquier otra vivencia narrada ya sea por el más ilustre rey o escritor o diletante que haya habido nunca en nuestro azulísimo planeta.
La primera vez que estuve por aquellas latitudes fue hace unos siete u ocho años. Vivimos entonces instalados en una ola creciente de emociones. Cuando todo estaba a punto de acabar, acertamos a preguntarnos por aquella excitación que no parecía venir de fuera sino que clarísimamente envenenaba nuestra sangre. Las razones eran varias, pero había una que de súbito comprendí como oculta pero esencial: la comida.
Casi todos los días desayunábamos, comíamos y cenábamos en el hotel de un pueblecito llamado Kosjeric. El primer día no dábamos crédito. El desayuno era un despropósito, sobre todo para alguien que solía saltárselo. Cuando aclaramos en recepción que nada de sopas o platos de carne por la mañana, la propuesta no dejó de sorprendernos. Había una cantidad fenomenal de grasas, principalmente en forma de aceites, mantequillas o productos lácteos. También había fruta. La comida y la cena consistían en interpretaciones diversas sobre una única partitura: la melodía de la carne.
La carne. Hecha y presentada de mil maneras, es cierto. Pero seguía siendo carne. Con sopa o ensalada de verduras, ok. Pero carne igualmente. Hasta en el postre, con la variedad de golosinas de la cocina serbia, tuve la impresión de hallar restos de…¡carne! Carne como kebab, carne en forma de hamburguesas, carne en plato tradicional, carne de albóndiga, carne y siempre carne. Pronto uno se pone a teorizar, aun sin quererlo. Las guerras, la necesidad de un vigor al que recurrir de manera tan inesperada como inmediata….Los soldados comen carne, sin preocuparse por el colesterol que podría matarlos a los cuarenta años.
¿Creéis que exagero? Yo mismo empecé a engordar silenciosamente. Apenas dormía por las noches, pero siempre eran sueños, aunque breves, reparadores. Iba de un lado para otro, dominado por un frenesí extraño y absurdo en un tipo más bien enclenque y espigado. Se me dirá que no sólo era la carne: que si la cerveza de alta graduación, que si la rakija…Pero no, no, estoy completamente seguro de que se trataba de la carne, si bien también tengo mis sospechas con los tomates estupendos que nos daban (nunca volví a comer otros igual).
Un día se nos ocurrió pedir pescado. Con la amabilidad característica del lugar nos respondieron que a partir del día siguiente tendríamos todo el pesacdo que quisiéramos. Así fue: allí nos esperaban desde entonces latas y latas de conserva. De modo que seguimos con la carne.
Bueno, también es verdad que Kosjeric es un pueblo pequeño, sin gran río. En otras zonas, en Belgrado mismo, hay tradición culinaria basada en la pesca fluvial. Nosotros probamos varios platos de ella, sí. Ahora bien, no dejaba de ser un apéndice, un añadido. Porque Serbia, no os engañéis, es el Gran Imperio donde nunca se pone el sol de la Carne.
(viajeaeuropadeleste)